Granada está llena de historias de amor y de leyendas. En el Palacio de los Córdova reposa hoy una fuente del amor eterno, donde las parejas jóvenes acuden para dejar flores y pedir que su amor dure eternamente. ¿Sabes por qué?
Sucedió hace mucho tiempo en Granada, según cuentan los documentos encontrados, una historia de amor entre una bellísima joven de rancio abolengo castellano y un apuesto mercader de Nápoles.
La historia ocurrió en las primeras décadas del siglo XVII, cuando en Granada aún era difícil la convivencia entre moriscos y cristianos viejos venidos de Castilla. La doncella, de tez nívea, ojos de alondra y labios como pétalos de rosa, se llamaba doña Elvira Padilla.
Apenas rozaba los quince años y ya deslumbraba por su atractiva figura. Sus cabellos rizados caían en cascada sobre sus hombros. Le adornaban, además, las más excelentes virtudes: honestidad y bondad. Era una joven piadosa y con gran respeto hacia sus mayores.
Todas las mañanas, acompañada de su aya y de su madre, doña Catalina de Mendoza, acudía a los oficios religiosos en el cercano convento de las Comendadoras de Santiago. Hija de un caballero principal de Granada, don Luis Padilla y Miota, caballero veinticuatro y administrador del Tribunal de las Aguas, vivía doña Elvira en una notable casa de patio granadino con jardín de altos muros. Allí, pasaba las tardes leyendo y bordando junto a la fuente que su padre le había regalado al cumplir los doce años.
La fuente era de mármol blanco y delicada traza, cuyas aguas le hacían soñar y pensar en escenas de amores descritas en las novelas que sustraía a escondidas del aya. El jardín era un pequeño paraíso para la familia, junto a sus muros crecían robustos cipreses que la aislaban de las miradas envidiosas.
Por su parte, el galán se llamaba Gaspar de Facco, hijo de un famoso mercader napolitano de sedas y paños, llamado Fabriccio de Facco. Había venido a Granada para resolver un trato del negocio familiar con los comerciantes de seda de la Alcaicería. Facco era de agraciado rostro y elegante porte, con ese toque de picardía que caracterizaba a los mercaderes napolitanos.
La fortuna quiso que una mañana, Elvira, acompañada de su aya, fuera a comprar unos hilos y encajes a una tienda junto a la Plaza de Bib-Rambla. Al salir de la tienda, sus ojos se cruzaron con la mirada del mozo que bajaba hacia la plaza.
Y al ver a la preciosa joven, sin decir nada, se separó de sus acompañantes y se puso al lado de Elvira.Para observarla. Gaspar quedó paralizado por su belleza y Elvira quedó hipnotizada por su profunda mirada, ¿qué era aquello que estaba sintiendo?
Un amor prohibido en Granada.
La aya, consciente de lo que estaba sucediendo, cogió a doña Elvira del brazo y con pasos presurosos se encaminaron hacia la casa. Gaspar, totalmente enamorado, preguntó por ella a los comerciantes. Así, consiguió sus referencias, supo quién era su familia y dónde vivía.
Seguro de la extremada rigidez del padre, y a sabiendas de la dificultades que encontraría para acercarse a ella, al ser hija única y de tan importante familia, esperó a la oscuridad de la noche para observar de cerca la casa y ver si podía verla y así confesarle los sentimientos que había despertado en él.
Tras infructuosos intentos, decidió entablar amistad con algún criado o criada de la casa. Y lo consiguió.
Una mañana, por unos pocos maravedís, consiguió que una moza del servicio de la casa le llevase una carta a doña Elvira, esperando contestación al atardecer. Cuando la criada le entregó la carta de Gaspar, Elvira estaba junto a la fuente, pálida como una vela, sin poder alejar de su pensamiento a aquel joven que la había cautivado con su mirada. En la carta, Gaspar le expresaba sus sentimientos y el deseo de verla.
Le rogaba que si ella sentía algo por él, le contestara. La joven, presa del deseo de conocerlo y volver a ver esos ojos pícaros, sin meditar en las consecuencias que pudiera tener aquel impulso, le contó en una breve misiva su disposición a conocerlo.
Tras varios días, entre cartas y suspiros de ambos, hasta que Elvira decidió tener un encuentro con él en el jardín de su casa, junto a la fuente que donde tantos suspiros y lágrimas de Elvira se habían derramado. A la noche del día siguiente, y a la hora acordada, por fin, se ven en el jardín: se entrelazan sus manos, palpitan sus corazones, y entre suspiros y besos se confiesan el uno del otro enamorados.
El descubrimiento.
Y así transcurren los días, deprisa, volando. Pero, Gaspar, viendo que pronto tendría que volver a Nápoles puesto que el negocio que le trajo a Granada estaba resuelto, decidió hablar con el padre de Elvira, para pedir su mano y llevársela a Nápoles.
Solicitó audiencia a don Luis Padilla y éste le recibió en el despacho de su casa, un tanto expectante.
Cuando Gaspar le expuso sus intenciones, don Luis, ajeno por completo de lo que estaba ocurriendo en su propia casa, monta en cólera. Con amenazas airadas, le pide que se marche de la ciudad y, por su puesto, sin su hija.
A ella, la tendría que castigar por la osadía de tener encuentros con el joven a escondidas. Don Luis había acordado casar a su hija con Iñigo González de Mendoza, hijo del Corregidor y gran amigo suyo.
Elvira, que estaba en el jardín escuchó las voces de su padre, soltó el bordado que tenía entre sus manos y subió a su habitación. Empaquetó precipitadamente unas ropas y se escapó por la puerta de servicio.
Ya en la calle, oculta en un recodo, esperó a que saliera Gaspar. La noche estaba cayendo cuando Gaspar, mudo y lleno de dolor, salió, se encontó con su amada entre sollozos y lamentos.
Elvira le dijo que, aunque su honra y honor estaban en juego y aun temiendo el horrible castigo de su padre, sólo la muerte podrá separarla de él.
Cogidos de la mano y temiendo que don Luis mandara a sus criados o llamara al alguacil para buscarlos, decidieron ir rápidamente a la posada donde estaba alojado Gaspar, para recoger todos sus enseres y salir camino de Motril donde esperaba su nave para regresar a Nápoles.
Ya de madrugada emprendieron la huida, y saliendo por la puerta del Rastro se encaminaron hacia la costa. El padre de Elvira al notar la ausencia de su hija y sospechando lo que había sucedido, da órdenes de apresar a los huidos. A la altura de Alhendín, en el lugar conocido como “Suspiro del Moro”, son sorprendidos los amantes.
El final de un amor trágico en Granada.
Gaspar, sabiendo la suerte que les esperaba al ser detenidos, se resistió, luchando hasta caer herido de muerte. Elvira se arrodilla a su lado y entre sus brazos, Gaspar con el último aliento le dice “tu amor es lo más maravilloso que me ha sucedido y te amaré por toda la eternidad”.
Elvira cree morir, se siente fuera de su cuerpo, no reacciona a las voces de los criados que la recogen y la llevan a presencia de su padre. Este, preso de la ira al ver su honor y honra mancillados, ordena que Elvira sea recluida de por vida en el convento de las Comendadoras.
Elvira, destrozada por la muerte de su amado, antes de salir hacia su “cárcel”, sólo le pide a su padre que la deje despedirse de su jardín. Allí, sentada junto a su fuente, comenzó a recordar todos los momentos en los que había sido tan feliz con Gaspar.
En un momento de extremo sufrimiento, llora amargamente y cae desmayada junto a su fuente. Cuando su madre va al jardín, ve a Elvira tendida en el suelo y la fuente, su fuente, llena de hermosas flores.
Cuentan que, cuando los padres murieron, al no tener más descendencia, la casa y el jardín quedaron abandonados.
Desde entonces, las parejas de enamorados, conociendo la leyenda que circulaba acerca de la fuente y doña Elvira, entraban a hurtadillas al jardín a jurarse amor eterno junto a la “fuente”, hoy ubicada en los jardines del Palacio de los Córdova, y como sello de su amor, arrojaban flores a la misma.
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Fuente: Archivo municipal del Ayuntamiento de Granada
Foto: Bodas y Palacios; www.granada.org