En Granada el amor se respira por sus plazas y calles, es ciudad para conocer enamorada, y para enamorarse conociéndola. Así que se nos ha ocurrido recordar una de sus historias de amor más ilustres y conocidas, la historia de amor imperial de los nietos de los Reyes Católicos, Carlos e Isabel. Aunque en un principio se trató de un matrimonio por conveniencia, los dos primos se amaron tanto, que desde ese primer flechazo cuando se vieron en los Reales Alcázares de Sevilla, hasta que fallecieron, sus pensamientos estuvieron siempre uno al lado del otro.
Y los cimientos de ese gran amor se forjaron en Granada, donde pasaron su luna de miel, concibieron al futuro emperador Felipe II y vivieron los primeros años de su feliz matrimonio.
Carlos I de España y V de Alemania, conoció a su prima, Isabel de Portugal, sólo un par de horas antes de casarse con ella. Su matrimonio se concertó únicamente por motivos de estado: Carlos necesitaba hacerse coronar emperador por el Papa y para ello necesitaba gran cantidad de dinero para trasladar a Roma a gran parte de su corte, y lo obtuvo gracias a la dote que el rey Juan III de Portugal le otorgaba por casarse con su hermana Isabel.
Pero la increíble belleza de su prima se apoderó de él. Más tarde le enamoraron su templanza, su serenidad y sabiduría. Tanto confiaba en su esposa, que, pese a ser mujer, la dejaba a cargo de los asuntos de Estado durante sus ausencias para atender conflictos en las fronteras de su imperio. Pese a su fama de mujeriego (conocida fue su relación con su abuelastra, Germana de Foix, recien llegado a la península), dicen que en sus 13 años de matrimonio no se le conoció ninguna amante.
Con su Isabel, tenía suficiente. Los esposos eran ardorosos amantes e incluso llegaron a cambiar sus estrictos hábitos durante esa dorada luna de miel. Dicen que el emperador ya no madrugaba, que se despertaba casi a las 11, y que apenas dormía por la noche… El primogénito, que reinaría como Felipe II, fue concebido precisamente durante la luna de miel en Granada. «Las crónicas apuntan a que pudo ser el 31 de agosto de 1526, tras una calurosa jornada de caza en Santa Fe». Así lo recogió Garcilaso de la Vega en un poema: «Aconteció en una ardiente siesta / viniendo de la caza fatigados».
Durante los primeros años del feliz matrimonio, estando instalada la corte en Granada, el emperador ordenó plantar en los jardines del Mirador de Lindaraja unas semillas persas como símbolo de amor por su esposa. Al poco tiempo las desconocidas semillas florecieron y la ciudad se llenó de claveles rojos. Es por ello que a Isabel se la conoce como la “emperatriz del clavel”. Tanto se prendaron de la Alhambra, que el emperador quiso construir allí su propio palacio, como presente para su esposa, aunque jamás pudo terminarlo.
La salud de Isabel se fue debilitando, por sus sucesivos alumbramientos y abortos, por la pérdida de algunos de sus hijos, y sobre todo, según cuentan los historiadores, por las frecuentes ausencias de su marido, que debía atender los asuntos de un vastísimo imperio, en el que nunca se ponía el sol. La melancolía fue consumiendo a la emperatriz y meses después de dar a luz a su séptimo bebé, que nació muerto, con su esposo fuera, su vida se fue apagando.
Dicen que conservó la lucidez y el habla hasta el último momento y que se durmió para siempre con un crucifijo entre las manos. También dicen que el Emperador no llegó a tiempo para despedirse de ella. Después de rezar durante horas a los pies de la cama de su esposa, se retiró al Monasterio de la Sisla durante meses.
Desde allí, ordenó al pequeño príncipe Felipe, de tan sólo doce años de edad, presidir la comitiva del traslado del féretro de la emperatriz hasta Granada, donde nació su amor en la luna de miel y donde descansaban los restos de sus abuelos y su padre.
Carlos nunca volvió a casarse, y años antes de morir, abdicó el imperio renunciando en favor de su hijo y su hermano y entregándose a la oración retirado en un monasterio. Cuando llegó al Monasterio de Yuste en 1557, las campanas se echaron al vuelo para celebrar la llegada de un gran hombre, pero él se limitó a decir “Ya me basta el nombre de Carlos. He dejado de ser emperador”. Lo primero que ordenó fue colocar en su aposento el retrato de su esposa que había pintado Tiziano. El 21 de septiembre de 1558 se durmió para siempre con un crucifijo entre las manos… el mismo que aferró el último sueño de la Emperatriz.
Fuentes de información: Sandra Cerro, Mujeres en la historia, Museo de la Alhambra y El País